Decía Teofrasto que el conocimiento humano, encauzado por los sentidos, podía juzgar las causas de las cosas hasta cierto límite, pero que, al llegar a las causas supremas y primeras, había de detenerse y atascarse, en virtud de su debilidad o de la dificultad de las cosas. Es una opinión moderada y suave que nuestra capacidad pueda conducirnos hasta el conocimiento de algunas cosas y que posea ciertas medidas de potencia, más allá de las cuales es temerario emplearla. Tal opinión es plausible, y la introduce gente conciliadora. Pero es difícil ponerle límites a nuestro espíritu; es curioso y ávido, y no tiene ningún motivo para detenerse a mil pasos mejor que a cincuenta. Ha comprobado por experiencia que en aquello en lo cual uno había fracasado, otro ha tenido éxito, y que aquello que un siglo desconocía, el siglo siguiente lo ha aclarado, y que las ciencias y las artes no se forjan en un molde, sino que se forman y modelan poco a poco, manejándolas y puliéndolas muchas veces, como los osos dan forma a sus cachorros lamiéndolos lentamente. Aquello que mi fuerza no puede descubrir, no dejo de examinarlo y de ponerlo a prueba; y a fuerza de probar y amasar la nueva materia, de removerla y calentarla, abro a quien me sigue cierta facilidad para que la posea más a sus anchas, y se la hago más dúctil y manejable (…) Lo mismo hará el segundo a favor del tercero. Por lo tanto, la dificultad no debe desesperarme, ni tampoco mi impotencia, porque sólo me atañe a mí.
Michel de Montaigne. Los ensayos. Libro II, capítulo XII. (págs. 839-, ed. Acantilado)
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