martes, 24 de noviembre de 2009

LÍMITES DEL ESTADO.¿Debemos desobedecer una ley injusta? (VIII)

B. Spinoza, Tratados.


A menudo se pregunta si el propio poder soberano está obligado a observar las leyes y puede, por tanto, cometer delitos. En realidad, ya que los términos de ley y de falta o delito se emplean, no sólo en el dominio de la legislación del Estado, sino en el de todas las cosas naturales y particularmente por las normas generales de la razón, no se podría, en absoluto, decir que el Estado no está obligado a observar las leyes y no puede delinquir. Pues si el Estado no se viera obligado a observar las leyes o reglas, sin las cuales un Estado no es ya un Estado, no sería necesario considerarle como una realidad natural, sino como una quimera (…) no está en contradicción con la experiencia establecer una legalidad tan firme que ni siquiera el rey pueda abolirla (…). En ninguna parte, que yo sepa, ha sido nombrado el monarca sin limitaciones y sin condiciones expresas (…) que toda ley sea voluntad explícita del rey, pero no que toda voluntad de rey sea ley (…) Si las leyes fundamentales o la libertad del Estado no se apoyan más que en el socorro de unas leyes precarias, no sólo los ciudadanos no podrán obtener seguridad alguna, sino que irán directamente a su perdición. No hay condición más miserable para el Estado que comenzar
a decaer de su grandeza, aunque no sea claramente, de un solo golpe, y caiga al fin en la servidumbre.
Si un Estado quiere asegurar su conservación indefinidamente, será necesariamente aquel cuyas leyes una vez establecidas de modo conveniente permanezcan invioladas. Pues las leyes son el alma del Estado; si las leyes permanecen , el Estado permanece. Para que las leyes se conserven han de apoyarse a la vez en la razón y en las pasiones comunes a todos los hombres. En otras palabras: si no tiene más auxilio que el de la razón, resultan en extremo débiles y sucumben fácilmente.

Por esto, el proveer a estas cosas incumbe sólo al poder, y a los súbditos, como dijimos, obedecer estos mandatos y no conocer otro derecho que aquel que declara por tal el poder soberano. Quizá pensará alguno que hacemos con este razonamiento a los súbditos siervos, porque juzgará que es siervo el que obra por mandamiento, y libre quien obra a su antojo, lo cual no es absolutamente verdadero. En verdad, aquel que es arrastrado por sus deseos y no puede ver ni hacer nada de lo que le es útil, es propiamente siervo, y sólo es libre el que con ánimo íntegro vive según las reglas de la razón. La acción, según el mandato, esto es, la obediencia, quita sin duda la libertad en cierto modo, pero no por eso se es siervo, sino por razón de la acción. Si el fin de la acción no es la utilidad del agente mismo, sino de quien impera, entonces, el agente es siervo e inútil para sí. Pero en una República o en un Imperio en que la salvación del pueblo, no del soberano, es la suprema ley, el que obedece en todas las cosas al poder supremo no debe llamarse siervo inútil para sí, sino súbdito.

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