miércoles, 29 de diciembre de 2010

K.R. POPPER. La sociedad abierta y sus enemigos.


Popper (1902 – 1994)

El irracionalista insiste en que son las emociones y las pasiones más qe la razón las fuentes inspiradoras de la acción humana. A la respuesta racionalista de que, si bien puede ser así, nuestro deber es hacer todo lo posible por remediarlo y para tratar de que la razón desempeñe el papel más importante posible, el irracionalista replicaría (si condescendiera a discutir) que esta actitud carece irremediablemente de realismo, pues no tiene en cuenta la debilidad de la “naturaleza humana”, la flaca dotación intelectual de la mayor parte de los hombres y su dependencia obvia de las emociones y pasiones.
Es mi firme convicción que esta insistencia irracional en la emoción y la pasión coindice, en última instancia, a lo que sólo merece el nombre de crimen. Una de las razones de esta afirmación reside en que dicha actitud, que es, en el mejor de los casos, de resignación frente a la naturaleza irracional de los seres humanos y, en el peor, de desprecio por la razón humana, debe conducir al empleo de la violencia y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa. En efecto, si se plantea un conflicto ello significa que las emociones y pasiones más constructivas que podrían haber ayudado, en principio, a salvarlo, como el respeto, el amor, la devoción por una causa común, etc., han resultado insuficientes para resolver el problema.
Pero siendo esto así, ¿qué le queda entonces al irracionalista como no sea acudir a otras emociones y pasiones menos constructivas, a saber: el miedo, el odio, la envidia, y, por último, la violencia? Esta tendencia se ve considerablemente reforzada por otra actitud quizá más importante todavía, inherente también, a mi juicio al irracionalismo; me refiero, a la insistencia en la desigualdad de los hombres.

No puede negarse, por supuesto, que los individuos humanos son, como todos los demás seres del mundo, sumamente desiguales por muchos conceptos. Tampoco puede dudarse que esta desigualdad es de gran importancia y, en cierto sentido, aun altamente deseable. (Una de las pesadillas precisamente de nuestros tiempos, es el temor de que el desarrollo de la producción en masa y la colectivización obren sobre los hombres destruyendo la peculiaridad individual de cada uno). Pero todo esto, simplemente, no guarda relación alguna con la cuestión de si debemos decidir o no tratar a los hombres, especialmente en el terreno político, como si fueran iguales, entendiendo por igualdad no una igualdad absoluta sino la que da la medida de
lo posible, es decir, igualdad de derechos, de tratamiento y de aspiraciones, ni guarda tampoco ninguna relación con el problema de si debemos o no construir las instituciones políticas en consecuencia. “La igualdad ante la ley” no es un hecho sino una exigencia política basada en una decisión moral. Y es totalmente independiente de la teoría -probablemente falsa-de que “todos los hombres nacen iguales”. [...] no podemos experimentar los mismos sentimientos hacia distintas personas. Emocionalmente, todos nosotros dividimos a los hombres entre aquellos que están cerca nuestro y los que están lejos. La división de la humanidad en amigos y
enemigos es un distingo emocional elemental, tanto, que ha sido reconocida incluso en el mandamiento cristiano: “¡ama a tus enemigos!” Hasta los mejores cristianos que ajustan realmente su vida a este mandamiento (no hay muchos, como lo demuestra la actitud del buen cristiano medio para con los “materialistas” y “ateos”), aun ellos, no pueden experimentar un amor igual hacia todos los hombres. En realidad, nopodemos amar “en abstracto”; sólo podemos amar a aquellos que conocemos. De ese modo, aun la apelación a nuestros mejores sentimientos, el amor y la compasión, sólo puede tender a dividir la humanidad en diferentes categorías. Y tanto más cierto será si la apelación se dirige hacia sentimientos y pasiones más bajos. Nuestra reacción “natural” es la de dividir a la humanidad en amigos y enemigos; entre los que pertenecen a nuestra tribu o a nuestra colectividad emocional y los que permanecen fuera de éstas; entre los creyentes y los descreídos; entre los
compatriotas y los extranjeros; entre los camaradas de clase y los enemigos declase, entre los conductores y los conducidos.

El abandono de la actitud racionalista; la pérdida del respeto a la razón, al argumento y al punto de vista de los demás; la insistencia en las capas “más profundas” de la naturaleza humana; todo esto debe conducir a la idea de que el pensamiento es tan sólo una manifestación algo superficial de lo que yace dentro de estas profundidades irracionales. Debe llevar casi siempre -creo yo-a considerar más a la persona pensante que a su pensamiento; debe llevar a la creencia de que “pensamos con nuestra sangre”, “con nuestro patrimonio nacional” o “con nuestra clase”. Esta concepción puede presentarse bajo una forma materialista o altamente espiritual; la idea de que “pensamos con nuestra raza” puede ser reemplazada, quizá, por a idea de espíritus selectos o inspirados que “piensan por la gracia de
Dios”. me resisto por razones morales a admitir estas diferencias, pues la similitud decisiva entre todas estas concepciones intelectualmente inmodestas reside en que no juzgan los pensamientos por sus propios méritos. Al abandonar así la razón, fraccionan a la humanidad en amigos y enemigos; en la minoría privilegiada que comparte la razón con los dioses, y la mayoría que carece de ella (como dice Platón); en el grupo reducido que nos rodea y el más extenso que permanece a remota distancia; en los que hablan la lengua intraducible de nuestros propios sentimientos y pasiones y los que hablan una jerga extraña. Y sobre estas premisas, el igualitarismo político se torna prácticamente imposible.

Pues buen; la adopción de una actitud anti-igualitaria en la vida política, es decir, en el campo de los problemas concernientes al poder del hombre, no es ni más ni menos que un acto criminal. En efecto, se justifica con ella la teoría de que las diferentes categorías de personas tienen diferentes derechos, de que el amo tiene derecho a encadenar al esclavo, de que algunos hombres tienen derecho a valerse de otros como de herramientas, y puede utilizarse, por último -como en el caso de Platón-para justificar el asesinato.

No se me escapa el hecho de que existen también irracionalistas que aman a la humanidad y de que no todas las formas de irracionalismo engendran el crimen. Pero insisto nuevamente
en que quienes enseñan que no debe gobernar la razón sino el amor, abren las puertas a aquellos que sólo quieren y pueden gobernar por el odio. [...] Quienes no vean de inmediato esta relación, quienes crean en el gobierno directo del amor desprovisto de toda racionalidad, deben tener en cuenta que el amor, como tal, no fomenta ciertamente la imparcialidad. Y que tampoco es capaz de subsanar por sí mismo conflicto alguno, como lo demuestra este inofensivo caso de prueba que puede dar la pauta, sin embargo, de la posibilidad de otros mucho más graves: A Juan le gusta el teatro y a Pedro el ballet, Juan, cariñosamente insiste en ir a ver danzar en tanto que Pedro quiere, para bien de Juan, ir al teatro. Evidentemente, el amor será el conflicto. Sólo hay dos soluciones posibles: una, el uso de los sentimientos y, en última instancia, de la violencia; y la otra, el de la razón, de la imparcialidad, de la transacción razonable. Claro está que no es mi intención, al decir esto, subestimar la diferencia entre el amor y el odio, o bien dar a entender que la vida no pierde nada sin el amor. (Y estoy perfectamente dispuesto a admitir que la idea cristiana del amor no responde a un sentido puramente emocional). Pero insisto en que ningún sentimiento, ni siquiera el amor, puede reemplazar el gobierno de las instituciones controladas por la razón.

Popper, Karl R.: La sociedad abierta y sus enemigos, Vol II, Cap. 24, III, pp. 401-403, Orbis, 1984

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